Sexto país de la ruta. Laos. Una palabra suave y breve, de vocales y consonantes simétricamente distribuidas, como unos duples gallegos, como un castillo sin torre, como una atalaya desde la que se observa un país amputado por bombas de racimo.
Laos era para nosotros un lugar de esos que no sabes cómo imaginarte cuando todavía no has oído nada de él. Como Lisboa o como Bruselas. Lo cual es bueno ya que, cuando no te esperas nada y tus expectativas se van formando a medida que avanzas, no hay lugar para la decepción y todo queda a merced de la sorpresa. Habíamos leído que el autostop en Laos no iba a ser tarea fácil, así que cruzamos la frontera un poco dubitativos. Tres barbudos individuos plantados en medio de la carretera con un trozo de cartón que reza Huay Xay. Cinco minutos se hizo de rogar nuestro taxista. Esta vez fue el cartero del pueblo, quien amablemente nos invitó a acomodarnos en la parte trasera de su camioneta y llevarnos a nuestro destino.

Una vez en Huay Xay, con la necesidad de buscar un cajero que a ser posible no nos cobrara comisión nos recorrimos la calle principal de este pueblillo. Lo encontramos a la segunda, pero las cifras que nos enseña el cajero nos despistan un poco y pronto nos damos cuenta de que somos millonarios. Un euro equivale a 9160 kips laosianos aproximadamente. El billete más pequeño es de 500 kips, que dices tú… ¿Por qué no divides todo entre mil, por ejemplo? Que una botella de agua te vale 5000 kips, fíu del alma. Cuando la máquina nos devolvió el millón y medio de kips nos sentimos los más ricos del país y nos fuimos a cenar por todo lo alto una sopa de noodles con pollo, que lo comimos pocas veces y ya había ganas.
Desde Huay Xay la mayoría de la gente coge un slow boat hacia Luang Prabang, una de las principales atracciones del país: una bonita ciudad colonizada por puestos de baguettes y crêpes donde se aprecian por todas partes los vestigios que la Indochina Francesa dejó tras el protectorado que estableció entre los años 1893 y 1953.
Pero nosotros no somos la mayoría, porque como queríamos seguir sin pagar transporte, y habiendo muy pocas carreteras en Laos, solo las imprescindibles, tuvimos que desviar nuestro trayecto e irnos hacia el norte, a 50km de la frontera con China, a Luang Namtha.

Respiramos aliviados cuando pusimos los pies en el asfalto de este nuevo pueblín con aires de ciudad, ya que el trayecto con un chino suicida que se creía Carlos Sainz no fue del todo agradable, pues nuestra imaginación, macabra y trágica como siempre, nos proyectaba estampados en la cuneta a cada curva que tomábamos.
Sanos y salvos, y un poco mareados, allí estábamos los tres, dispuestos a conseguir una buena guesthouse. El proceso de búsqueda se ha vuelto ahora más interesante que antes, puesto que hay que encontrar aquélla donde acepten que nos quedemos en una habitación doble los tres. En Luang Namtha lo conseguimos y por tanto pagamos uno de los alojamientos más baratos del viaje. Además lo de compartir cama doble entre tres tampoco está tan mal, nos damos calor humano en las noches frías y nos vamos conociendo más y más, y más, después de que nuestro amigo Onno nos dijera que la media de erecciones nocturnas de un hombre asciende a cinco. Escenas de Star Wars VII se rodaron en esa habitación.
Luang Namtha es un pueblín sin pretensiones, con sus guesthouses y sus turistas, muchos de los cuales llegan o van camino de China, pero sin grandes atracciones o atractivos más allá de explorar sus alrededores y perderse un poco por el monte, que la mayoría de las veces ya es suficiente.





No obstante, como muchos lugares en el Sudeste, tiene unas waterfalls (cascadas) que anuncian con orgullo. Nos fuimos hasta allí dando un agradable paseo mañanero pero al llegar nos esperaba una sorpresa ingrata, que nos vuelve a sumir en la discusión ya varias veces repetida durante este viaje: ¿Por qué voy a tener que pagar por ver algo puramente natural, una cascada que lleva ahí más años que cualquier habitante de esta ciudad y que la evolución, y nadie más, esculpió a través de su paulatino proceso de creación? ¿Lo conservan de alguna manera? ¿Hay un puente que reparar cada año o un gran lago que limpiar?
El caso es que había que pagar un euro, y a nosotros ese día, no nos apeteció. Más aún sabiendo que en Asia llaman waterfall a cualquier salto de agua de más de un metro de altura.
Nos intentamos hacer los locos y entrar sin pagar, adoptando esa actitud ladina que consiste en abrir la boca, mirar hacia arriba y caminar lenta y tranquilamente en dirección a la entrada. Los gritos de ¡ticket, ticket! nos sacaron del plató y nos devolvieron a la realidad.
Nos hacemos unos segundos más los tontos, ya hablando con él, pero finalmente damos media vuelta. Nos vamos en busca de un camino secundario que nos lleve hasta el mismo lugar. Emilio, con su espíritu selvático y aventurero obtenido tras su estancia en la Sudamérica más amazónica y tropical, lidera la expedición. Nos mete entre ramas, zarzas y barro, descendiendo por una ladera que podía llevar a la waterfall. Tras media hora de bajada entre alguna caída y alguna risa, llegamos a la mencionada y monstruosa catarata.


A nuestro regreso, enfundados en nuestras mejores galas, con playeros, pantalón de deporte con barro y camiseta de dormir reutilizada con trazos de eucalipto y zarzas, fuimos invitados a la post-sobremesa de una boda laosiana. No fue difícil, pero tampoco surgió de la nada. Nosotros vimos a lo lejos una celebración con toda la pinta de boda. Así que nos acercamos caminando lentamente observando con cara de curiosos el escaparate hasta que una mano a lo lejos nos invitó a entrar.

En Laos están muy orgullosos de su Beerlao, cerveza producto nacional, y les gusta invitar a la gente a echarse un trago con ellos. Una vez más la maldita barrera del idioma nos impide tener una conversación decente con ellos, así que les expresamos nuestro agradecimiento como buenamente podemos mediante gestos y thank you´s.

Nos pasamos un buen rato bailando y bebiendo unas birras con ellos. Parecían estar encantados y nos daban a probar de todas las diferentes comidas que habían sobrado. Todas ellas plagadas de cilantro, especia a la que le hemos cogido un asco enorme, porque la usan para todo y en cantidades ingentes, tanto en Tailandia como en Laos. Un inglés nos contó que existe un gen que hace que unas personas reconozcan el sabor del cilantro como si fuera jabón y otras no. Nosotros debemos de ser del grupo Heno de Pravia. En Asia tienen un problema con las especias, si probaran a echar menos se darían cuenta de que una sopa de pollo está mucho más buena sin tanta florecilla de por medio.
El día que salimos hacia Luang Prabang amaneció nublado y frio, desapacible que diría mi güela. Había llovido durante toda la noche y creíamos que íbamos a tener suerte. Pero no. La lluvia siguió, incesante. Aguantamos haciendo autostop durante una hora en la que ningún coche siquiera se dignó a preguntarnos qué hacíamos allí en medio. Empapados, con hambre y con las esperanzas cayendo en picado decidimos ir a la estación de autobuses, exprimir el máximo tiempo hasta la salida del bus y, si no hubo manera de conseguir autostop, sacar el ticket. Después de otra hora más intentándolo, muy a nuestro pesar, nos vimos obligados a sacar el billete de bus hacia Luang Prabang.
Conocimos entonces a Onno, de Utrecht. Un tío entrañable de 36 años pero alma de niño que nos acompañaría el resto de nuestra estancia en Luang Prabang. La amistad surgió después de que se ofreciera a prestarnos dinero cuando vio que intentábamos conseguir una sopa para los tres, ya que nos habíamos quedado sin dinero con los tickets y el bus había parado para cenar en un pueblo en medio de la nada.

En Luang Prabang nos pilló la ola de frío que azotó a todo el Sudeste durante unos días que se hicieron muy largos. Los locales decían que hacía mucho tiempo que no habían tenido un temporal así. Pasamos en Laos más frío que en el campamento base del Annapurna.
Entre lluvia, europeos, baguettes, sopas, bolos nupciales, argentinas, clases de fotografía y una comida por la cara en un funeral en la calle pasamos los días en esta bonita ciudad que, pese a ser bastante turística, ha conseguido mantener su esencia.







Echábamos tanto de menos los bocadillos y estaban tan buenos los crêpes de los puestos, que un día decidimos negociar el desayuno, la comida y la cena los tres, por 200.000 kips. Semejante gordura le vendría bien a Emilio una semana después ya que, a causa de una mala reacción con el malarone (la pastilla para la malaria), se pasaría casi cinco días sin comer.
Quedaron encantados con el cartelillo que les hicimos.
