Es curioso. Cambias algo en tu viaje, o en tu vida en general, que te reconforta, que te hace vivir experiencias que de otra forma ni podrías llegar a imaginar; y en el momento que crees que se acaba, o que, como por arte de magia, te lo arrebatan, el desánimo que te produce es tan fuerte que cuando intentas conseguirlo de nuevo las esperanzas son casi nulas, y el negativismo sólo llama a la negación.
Volvemos a intentar levantar el pulgar, con un cartel que reza Vang Vieng; como si el nombre del siguiente pueblo al que vamos nos quisiera ayudar en nuestra vuelta al ruedo.
Y parece que lo logra, en nuestro rostro la felicidad no puede ser mayor, ni siquiera comparada con la primera vez que conseguimos parar nuestro primer coche.
Como decía: es curioso. Que algo que te arrancaba una sonrisa la primera vez, te pueda hacer reír cuando creías haberlo perdido.
La reanudación no pudo ser mejor. A la salida del pueblo nos para un todoterreno conducido por un natural de Vientiane que accede a llevarnos hasta nuestro destino si no nos importa ir en la parte de atrás, con la posibilidad de que llueva y, por tanto, de mojarnos. Nuestra respuesta fue lanzar las mochilas dentro de la pick-up y salir cuanto antes.

Si el negativismo sólo llama a la negación y a más negativismo, el positivismo hace que te sonría el universo. Nada más pasar el segundo pueblo, el cielo se despejó, dejando que el sol nos calentara un poco la cara mientras veíamos el espectacular paisaje de Laos. Sin duda el mejor autostop del viaje hasta el momento, incluyendo que el conductor nos llevó por otro camino con el objetivo de mostrarnos unas vistas de vértigo y parando en algunos sitios que dejaban a uno sin aliento.





El preludio que nos brindó el autostop a Vang Vieng nos creó unas expectativas de la ciudad que menguaban a cada paso que dábamos por la misma.
Vang Vieng es sin duda una villa creada para turistas, y en su mayoría koreanos. Restaurantes por doquier con una pantalla plana, o varias, emitiendo 24 horas la serie Friends, baguettes y crêpes en cada esquina, hoteles con la intención de aumentar en altura y bares a la orilla del río imitando estar en primera línea de playa en el Caribe con la música pastillera a todo trapo. Si a esto le sumamos que el atractivo más vendido del lugar es la blue lagoon, constituida por un riachuelo de color más bien verde y un árbol con tablones clavados para poder subirte y tirarte al agua, la imagen que teníamos del país se nos nubla durante unas horas.



No obstante, aprovechamos la ocasión y nos fuimos de fiesta, como buenos guiris que somos. Botella de whisky a un euro (veneno puro) y a celebrar… a celebrar… nada; botella de whisky a un euro.
Esa noche se resume deprisa. Un chinchón a tres, unas argentinas tardonas, nueve hispano parlantes, dos israelís baloncestistas que nos confundieron con paisanos suyos (otra vez), un sándwich y un crêpe que no pudieron esperar, medio atropello y su media pelea, y unas enfermeras que nos hicieron reír a todos y que en mí hizo despertar el recuerdo de aquella chica que en su día me robó las palabras, el pensamiento y los labios.
Tras el día de descanso de rigor, nos echamos de nuevo a la carretera dirección Phonsavan. Pasamos dos horas en una curva donde nos dejó una francesa en su sidecar, hasta que paró un todoterreno. Carrerita de Emilio hasta la ventanilla para recibir una negación por parte del conductor, carrerita de Santi para verificar que nos ha dicho que no y bromas entre Emilio y yo: “Ahora escuchamos un disparo y vemos a Santi caer al suelo, le pasaría por insistente”. Nos sorprende que Santi llega con el sí y nos subimos al vehículo. Nada más subirnos tenemos que apartar un machete para poder sentarnos y le contamos la broma a Santi relacionándola con el cuchillo de medio metro. Las risas se apagan cuando vemos una metralleta en el asiento del copiloto.
Después de algunas experiencias vividas en India, establecimos una escala para indicar el nivel de confianza que nos inspiraba la persona. El rango es del uno al tres y aquel tipo llegaba difícilmente al uno para Santi y para mí, Emilio le daba un tres sin pensárselo, por lo que decidimos seguir con el grillado aquél.
La confianza sobre la metralleta fue subiendo pero nos asustó un poco el que dijera “Police cannot, police cannot” (Policía no puede, policía no puede), y que fuera bebiendo whisky casero. No por el morbo de probarlo, sino por el miedo a que se la terminara él solo, le metimos un trago cada uno en plena mañana y con el estómago aún vacío.
La cosa en este autostop no termina aquí, y es que hacer dedo en Laos no sólo no es fácil, sino que se ha convertido en deporte de riesgo. El cuello de Fernando Alonso ya lo tenemos pero a los derrapes incesantes no terminamos de acostumbrarnos. Aun así el tipo era un buen hombre y nos invitó a comer.


Llegamos a Phonsavan sanos y salvos, con la intención de visitar una ciudad que hace de museo en dos ámbitos totalmente distintos. En una mano exhiben con orgullo unas formaciones rocosas que se esculpieron en el Neolítico con una finalidad desconocida.





En la otra mano esconden como pueden el rastro de una guerra secreta que duró nueve años, eclipsada y acrecentada a su vez por la guerra de Vietnam. Diluviaban bombas en un país que quedó mutilado con los datos: una bomba cada ocho minutos durante esos 9 años, más de una tonelada por cada habitante, tres veces más muertos desde el fin de la guerra hasta hoy a causa de minas sin detonar que en el atentado de las Torres Gemelas.
Laos se repone sin llorar una lágrima, no mira con desprecio al extranjero, no guarda rencor por un pasado que se tatúa en sus tierras en forma de cráteres. El país sigue comiendo y lo hace con los cubiertos fabricados con el metal de las bombas. Sigue durmiendo y lo hace en casas con explosivos como pilares. La ironía silenciosa de vivir con lo que otros te intentan matar.

Se vuelve a nublar, y nos vamos dirección Vietnam con el gris como techo y una multa de recuerdo. Sabemos que llegar a la frontera será difícil, pero no planeamos ciudad intermedia y escribimos en el cartón: Vietnam, con toda la esperanza en la geta.
Conseguimos rápido nuestro primer transporte y la confianza va en aumento. El segundo vehículo, conducido por Sauron, parece llevarnos donde le pidamos, así que nos animamos y le decimos que a la frontera.
Se empezó a tornar mal la cosa cuando, estando en la cabina sin techo de la camioneta el ambiente se volvió denso y la oscuridad aumentó. La niebla se nos echó encima con la noche y la humedad nos calaba la ropa que de poco servía como barrera contra el frío. Le damos un toque de atención a Sauron y al colega para que nos dejen en la siguiente ciudad, sin saber cuál era y dudando de que fuera a haber ningún hostal, puesto que no habíamos visto ninguno en los 5 pueblos anteriores.
Noche cerrada sin luna, chispeando, sin rastro de civilización a las orillas de la carretera y a 10 kilómetros de una ciudad que en el GPS nos marca con cuatro calles. “¿Tanto puede cambiar la cosa en 10 kilómetros?”, pregunté con la esperanza por los suelos, sin ánimos de encontrar un sí en el silbido del frío viento que nos congelaba los pies.
Recuerdo una curva, y luces. Un estadio de fútbol y la niebla desaparecida. Gente y el cartel amarillo que anuncia la presencia de una guesthouse. Una de las mejores sorpresas que he tenido, ya que me había puesto en lo peor. Cenamos pato al grill y una sopa caliente que me llevó a casa por unos minutos.
Por la mañana nos levantamos con pilas renovadas y a una hora de la frontera de Vietnam.
Nos despedimos de un país que nos deja un asombroso paisaje en la retina y unas cuantas experiencias que no se olvidarán.



