Oigo las olas romper en la orilla. No las veo porque la noche ha caído y las estrellas ya rodean la luna en lo alto. Me dispongo a recapitular en mi mente los días de un pasado cercano en tiempo y lejano en experiencias, una vez más. Como decía Santi en el anterior capítulo, y reitero yo en éste, se hace difícil contar una historia que parece haber quedado en un rincón de la mente y que hay que rescatar antes de que se encierre en el cementerio de recuerdos, pero el desorden de acontecimientos es inevitable.
Salimos de Xuan Duc sabiendo que nos toca una etapa dura: la segunda más larga y con gran parte de zona montañosa. Miramos al cielo y vemos que la nube gris aún nos hace de techo y que nos acompañará durante todo el camino. 263 kilómetros pueden parecer pocos si pensamos en carreteras españolas, autopistas y medias de 100-110 km/h; sin embargo, a nosotros nos llevarán unas 7 horas con suerte.


La amenaza de la lluvia nos mantiene con los dedos en cruz durante toda la mañana pero no se materializa por ahora, con lo que aprovechamos para inmortalizar algunas de las imágenes que nos va dejando Vietnam.


El trayecto empieza a subir de nivel en cuanto a dificultad y a belleza a medida que ascendemos por la montaña, la moto amarilla aguanta como puede y ya no es la lluvia, que nos golpea fríamente en la cara, la que nos preocupa, sino el motor que sufre en cada cuesta más empinada que la anterior.
Llegamos a Da Lat calados hasta el calzoncillo a una muy buena hora, sin reparaciones y acariciando al pequeño demonio amarillo que se ha portado como un campeón. Tras alucinar con la bienvenida del pueblo en forma de millares de invernaderos, nos disponemos a ir al Da Lat Family Hostel, del que Emilio había oído hablar maravillas: “Una familia de vietnamitas que llevan un hostal y tratan a todo el que se deja caer por allí como a un miembro más, invitándolo a cenar y dándole crêpes non stop”. Es el tipo de experiencias que queremos vivir nosotros: convivencia con locales para aprender más de la cultura de cada país, y comer como auténticos gordos.



Sin embargo, no deberíamos creer este tipo de cosas cuando nos las cuenta un tío que se está hospedando en el hostal más típico de Hanoi y que se guía por la afluencia blanquita en cada sitio, ya que su «experiencia con locales» no es lo que nos esperamos nosotros.
Y así es que cuando llegamos nos abrazan tres vietnamitas muy forzadamente ante la atenta mirada de 20 extranjeros apelotonados en un comedor, y en el que al minuto de asegurarse de que nos quedábamos allí y tomando como fianza nuestros pasaportes, nos sirven una cena basada en sobras frías y crêpes de aceite. Posiblemente mal timing, vale, y seguramente tengáis razón al pensar que soy un desconsiderado, no os la quitaré; pero me pareció tan artificial todo, tan sobreactuado que a pesar de la buena intención no estaba cómodo en aquella salita.
De todas formas nos quedamos a dormir sabiendo que el desayuno estaba incluido en el precio de la habitación, o eso creímos. Tras renovar los agujereados calcetines de Santi en el Night Market y meternos una merecida sobada; nos levantamos con la idea de hincharnos la tripa a base de crêpes. Nuestra sorpresa llegó cuando la chavalina que nos abrazaba rígidamente la noche anterior, ahora tomaba nota del desayuno que queríamos con la intención de cobrarlo más tarde. Pasamos de pedir nada y nos conformamos con unas frutas demasiado maduras.
Vuelta al ruedo con las motos y con el cielo ya más despejado. Tenemos la intención de ir hasta la costa de nuevo, pasando antes por unas cascadas que nos quedan de camino. Pero ya fue asombroso que en la etapa anterior, la segunda más larga y la más difícil, no le pasara nada a la problemática amarilla, así que ya le tocaba dar guerra y nada más salir del centro la cadena se sale, y más tarde empieza a sonar de forma extraña el motor (ese que era nuevo, sí). Taller y pista. Y tanta pista fue que nos pasamos las cascadas por lo que quedamos en tierra de nadie a pasar la noche, concretamente en Di Linh.
Desde el primer minuto que nos ponemos en marcha, el sol nos empieza a calentar la nuca. Buena señal para nuestro próximo destino: playa llena de turistas rusos, Mui Ne.
Llegamos, nos bañamos y negociamos dos noches para relajarnos en la arena y comer marisco en el puerto. Aprovechamos también para poner un anuncio de venta de las motos en internet temiendo que si no lo ponemos cuanto antes no tendremos compradores. Cuán equivocados estábamos, llegando a la hora más de 6 mensajes de interesados.



Todos sabemos de qué palo vamos, no engañamos: somos los juinos de Asiaotraparte. Exprimimos al máximo cada compra que hacemos, negociamos las mandarinas, nos metemos 3 en una cama “doble”, buscamos la oferta y la seguimos rebajando… Por lo que, como no podía ser de otra forma, sacamos tajada de las motos. Pero no sólo en la relación precio compra – precio venta, sacamos tajada contando las reparaciones en las dos motos y la gasolina gastada en los 2420 km que hicimos. Las compramos por 315 dólares y las vendimos por 560. Eso sí, las dejamos como un tiro, la amarilla nunca había estado tan bien desde que la sacaron de la fábrica.
Entro en el baño compartido del hostal, y veo en el marco de la puerta de una de las duchas una cucaracha del tamaño de mi dedo corazón. Estratégicamente me voy a la ducha más alejada, pongo la música y sonrío tras mi planificación perfecta sabiendo que el bicho no se acercará. A mitad de la canción miro hacia la pared y justo encima del jabón, con las antenas moviéndose, está la cucaracha mirándome, amenazante. La distancia de seguridad que dejo me da para poder maniobrar y secarme, pero justo antes de darme media vuelta para agarrar la toalla, como anticipándose a mis movimientos, la cucaracha salta de la pared y vuela hacia mí. En su ataque suicida, yo me las intento apañar para esquivar al repugnante insecto, pero el giro brusco que hago me lleva a darme una tremenda leche contra el suelo, cayendo desnudo y despatarrado en la cabina, con el agua aún saliendo de la alcachofa y la música sonando de fondo ajena al hostiazo que me acabo de meter. Santi, que está en la ducha de al lado, ha escuchado la estrepitosa caída y pregunta qué ha pasado. Tardo en responderle porque no encuentro a la cucaracha por ningún lado y temo haberla aplastado con el culo al caerme. Me examino bien todo el cuerpo para cerciorarme que no se halla agarrada a mí y por fin me seco. Cojo la ropa, con la seguridad de que la cucaracha se habrá escapado corriendo por debajo, pero cuando me voy a poner el calzoncillo sale de él y se cae al suelo, escapando de una vez. Me dan escalofríos sólo de pensar que me iba a poner los gallumbos con una cucaracha dentro…
Y esto ya fue en Ho Chi Minh City, ciudad que para entrar tardamos más de dos horas, con un tráfico de motos impresionante y un lío en la conducción que me sorprende no habernos matado en semejante jungla. La ciudad no vale para mucho, con lo que nos pusimos rumbo a Camboya en seguida.

Sentado al lado de la ventanilla, leyendo “El invierno en Lisboa” y reflexionando sobre el futuro, sobre qué hacer con mi vida cuando vuelva. Pienso en el momento que elegí la carrera que estudié, que no me arrepiento de haber estudiado eso y que esa elección me ha llevado a vivir muchas experiencias asombrosas, pero que sin embargo no es de lo que quiero vivir, no me veo en ninguna de las típicas salidas que venden que tiene Ingeniería Electrónica, y que además no tengo ni idea de electrónica.
Como si me leyera la mente, Santi me saca de mi abstracción para no cambiar el sujeto de mis pensamientos. Me alcanza el libro que lee, “¿Está usted de broma, Sr. Feynman?”, que cuenta anécdotas de un premio Nobel de Física, y me indica que lea un párrafo en el que Feynman se encuentra en Brasil y se da cuenta de que los chavales no tienen ni idea de lo que están estudiando, que saben recitar las cosas tal y como el libro lo ha definido, que si abre el libro y mira qué es la triboluminiscencia leerá que es la luz que emiten los cristales al ser frotados pero que ahí no hay ciencia, hay memorismo, y que hubiera sido más lectivo si se dijera a los alumnos que fueran a casa, cogieran unos alicates y azúcar, apagaran la luz y apretasen con los alicates el azúcar, entonces podrían ver destellos azules. Pone el ejemplo de un amante de griego que viaja a otro país a la escuela helenista para comprobar cómo son los estudios allí, y si preguntaba a un alumno a punto de hacer el examen final de griego “¿qué ideas tenía Sócrates acerca de la relación entre Verdad y Belleza?” el alumno se quedaba sin respuesta, pero si preguntaba “¿qué le decía Sócrates a Platón en el Tercer Simposio?” el alumno lo respondía de carrerilla con una sonrisa en los labios, y ambas preguntas son la misma. Con esto se daba cuenta uno de que el sistema educativo era malo, malísimo. Y en Brasil, decía Feynman, pasaba tres cuartos de lo mismo en Física.
Termino de leer el capítulo y me siento identificadísimo. No con el Premio Nobel de Física, sino con el alumno que no sabe nada. Creo que en España se podrían hacer las cosas mucho mejor en cuanto a educación se refiere, y no soy el único que lo cree por lo que el problema no reside en mí, sino en el sistema.
Cambian el plan de estudios y dicen que lo harán más “europeo”, otra vez hago referencia a Feynman: ¿qué necesidad de compararse con otros países? ¿No es suficiente excusa el propio buen resultado para hacer las cosas bien?