Cuando cuente tres cerrarás los ojos y te imaginarás el paraíso. Ese lugar en el que ahora no estás pero que desearías estar. Seguramente la primera imagen que se te venga a la mente sea la de una playa en una isla, con el agua cristalina y peces de mil colores dentro de ella, con la arena blanca, las palmeras con cocos a punto de caer, el sonido leve de las olas que rompen en la orilla como una sonrisa de aire se rompe ante el humo de una mirada insolente. Tú en el medio de ese sueño sin nadie más alrededor. Puede que en vez de elegir ese espacio, te decantes por algún otro como la montaña, una cabaña en un lago, una habitación VIP de un hotel de 5 estrellas con televisión en el baño… Pero seguro que en ese sitio no estás ahora, y es que parece que la palabra “paraíso” fuera siempre un lugar en el que no estás, como si fuera inalcanzable, y en el que el escenario tiene más importancia que la escena y los personajes que le dan vida.
Sin embargo, lo alcanzamos. Koh Lipe es la definición de ese paraíso idílico que todos vemos en fotos y con el que muchos sólo nos atrevíamos a soñar. Arena blanca, agua cristalina, palmeras, y alguna playa desierta. A primera vista, fuera de nuestro presupuesto, ¿no? Pues sí. El alojamiento en la pequeña isla nos deja con cara de tontos, como la que pones cuando te dan mal el cambio en el supermercado y no sabes si es que estás tú contando mal; y nos despierta una idea que, por momentos y tras preguntar en más y más hoteles, coge más fuerza: “Dormir en la arena a la sombra de una palmera”. Al final acabamos encontrando una caseta bastante cutre para aquel lugar lleno de resorts, lo que nos gusta a nosotros, vaya.




Exceptuando el ataque de una raya marina a Emilio, la isla nos ofreció un par de días de disfrute y de despedida a un país que, a pesar de la plaga turística que sufre, nos deja un buen recuerdo de unas vacaciones que alguna vez se soñaron y ahora han sido vividas.
Y cambiando de frontera, ahora por mar, damos la bienvenida a uno de los más esperados: Malasia. Si había una imagen antes de entrar al país, era borrosa, sin definir, abstracta en la memoria de algo que sabes que va a ser bueno pero no sabes ni el qué ni el porqué.
Llegamos a otra isla más, Langkawi, que ofrece más terreno para visitar que nuestra anterior parada. Así es que para recorrerla nos alquilamos un coche, dejando las motos de lado, que ya tuvimos suficiente y el auto sale bien de precio.
Igual por lo del volante a la derecha, o porque el cambio de marchas lo manejas con la zurda, o puede que por conducir por el otro lado como si fueras ganando puntos en algún juego de conducción agresiva, cogimos aquel pequeño bólido endemoniado con cierta confusión. Y tal fue esa confusión que Santi no llegó a oír el “izquierda, izquierda” de Emilio hasta que estuvo en la perpendicular. Clavando freno, derrapando de atrás y con la imagen futura en mi mente de estar volcados en la cuneta, nos encontramos por arte de magia conduciendo en dirección contraria pero sin ningún problema mayor.

Tras el pequeño susto, y después de casi quemar el motor subiendo un monte que no debíamos, decidimos probar aquello del turismo gastronómico.
Y qué bien que se nos da. En el mercado nocturno nos encontramos con la mejor pastelería del viaje, un pequeño puesto en el que dos chavaletes nos sirvieron una gordura de delicias que podría firmar el mejor repostero del mundo y que ha hecho nacer en Asiaotraparte una obsesión por encontrar pastelerías por todo Malasia.


Saltamos de isla a isla de nuevo, aunque esta vez por su proximidad a la costa y el estar unida por dos puentes se camufla más. Nos acoge Georgetown, capital de Penang, con los brazos abiertos. Brazos tatuados con arte callejero, metales reciclados que decoran la ciudad, rascacielos mezclados con casas humildes, de puertas pintadas que invitan a entrar, columpios inmóviles con niñas de cuento y canastas con balones que no llegas a encestar, pinturas enormes que reviven el barrio y dibujos pequeños que dan a imaginar, diferentes culturas en un asfalto que arde, y yo por el calor empiezo a delirar.
Georgetown nos brinda todo eso y más. Vencidos por el aspecto moderno que da el consumismo de un centro comercial, nos metemos a catar la variedad de sushi que nos deja saciados y, para rematar, sesión de cine: Batman v Superman. Lo del sushi mereció la pena, lo de la película tengo mis dudas.










Salimos de la ciudad en barco gratuito e intentamos salir de Butterworth a dedo.
Cuando nuestras esperanzas empezaban a agotarse motivadas por los 40 grados que nos golpeaban la cabeza, aparecieron dos amigos en un coche que nos llevaban hasta Ipoh, ciudad a poca distancia de nuestro destino. En el camino se nos hizo de noche, por lo que nos quedaríamos a dormir allí. Justo antes de llevarnos a un hostal, nuestros nuevos colegas nos invitaron a una cena típica en uno de los restaurantes más antiguos y con más nombre de la ciudad.

Rompimos una regla bastante importante que nos pusimos tras pasar por Vietnam: No hacer el típico “tocar y marchar” y menos en una ciudad que nos puede aportar algo más auténtico del país. Nos marchamos de Ipoh bien temprano con destino Tanah Rata, donde veríamos otro principal atractivo de Malasia, las Cameron Highlands. No obstante, esta vez haber roto la regla nos benefició, porque gracias a eso y tras tres coches subiendo las montañas nos cogió Kam Chuan, chino-malayo dueño de unos terrenos agrícolas en la zona y que se ofreció a llevarnos al día siguiente de tour por los alrededores.
Y así fue como a los dos días, habiendo conseguido un hostal con la recepcionista más antipática del lugar (era de Liverpool) y habiendo conocido a una israelí con pasaporte alemán (hizo la jugada ya que los israelíes no pueden entrar en ningún país musulmán), quedamos con Kam Chuan para que nos llevara a su huerta y a ver las famosas plantaciones de té.



Pero la cosa no quedó ahí. Nuestro nuevo amigo nos invitó a comer y casi, esta vez nos pusimos más pesados para que no pagara, a cenar comida local.
Estaba claro que Kam Chuan era un tío de ley, como diría nuestro colega Nava, pero el universo nos quiso mostrar que su familia también lo es: Al día siguiente, cuando nos dispusimos a hacer autostop con dirección Kuala Terengannu y tras haber desechado la opción de ir más al Norte, a Kota Bharu, el primero en cogernos resultó ser el hermano de Kam Chuan, quien se ofreció a llevarnos bastante más lejos de lo que lo hizo si después de hacer un recado no nos había cogido nadie. Pero Malasia anda sobrado de buena voluntad.

Ver el futuro sería aburridísimo, te llevaría al extremo más vago de la pereza. Cuando tienes un recuerdo de algo que hiciste, como por ejemplo aquel viaje a India, sonríes; pero si te dicen de volver y hacer lo mismo, todo igual, te negarías. Eso sería lo que pasaría si pudieras ver el futuro, la sorpresa sería inexistente.
Por ello, agradezco no ser un vidente. Tomar una decisión y que el destino se encargue de cambiártela, a su antojo y dejándote, eso sí, la última palabra a ti. Kuala Terengannu era nuestro destino aquel día, Pulau Kapas nuestra última isla de ensueño. Llevábamos tres coches cuando nos paramos en un cruce con supuesta dirección a Kuala Terengannu. Levantando dedo, como muchas otras veces, nos empezaron a entrar las dudas a los 10 minutos de si aquél era un buen lugar para que frenaran; a petición de Santi nos movimos escasos 20 metros y un coche paró creando un poco de tapón y bullicio en la carretera. Se bajó la ventanilla y un chaval joven apareció tras ella. No iba a donde nos dirigíamos sino a Kota Bharu, ni siquiera en esa dirección, y encima nos dijo que si nos llevaba tendríamos que pagar parte de la gasolina. Una situación de la que habríamos huido.
Pero Santi, sin ser un vidente sino siguiendo su instinto, nos convenció de que fuéramos con aquel chaval, que tenía un pálpito.
Conduciendo como en Fast and Furious, a 150 km/h de media, adelantando por el arcén o por el carril contrario viniendo coches de frente y con línea coninua, dirigiéndonos a otro destino y teniéndole que pagar la gasolina, Shya nos contó que le habían metido en la cárcel por no tener licencia y que de chaval hacía carreras ilegales de motos y coches. Con aquel fenómeno tuvo Santi un pálpito.
Y qué pálpito. No sólo no nos hizo pagar la gasolina finalmente, sino que nos invitó a pasar dos noches en su casa, a jugar a volley y a la Playstation con sus amigos, a un alcohol casero asqueroso, a cruzar a Tailandia a ver el mercadillo duty free, a comer y a cenar, a pasteles… Un chaval que recodaremos siempre, aunque nunca llegaremos a entender porqué les dijo a sus amigos y familia que nos conocía de estar trabajando con nosotros en una cocina en Singapur.

Tras la experiencia local, nos dirigimos a aquella última isla de ensueño que nos quedaba pendiente, pero cambiada de nombre: Pulau Perhentian.
Vistas al mar cristalino con tortugas de cien años dentro de ella, con rocas de coral, los árboles con hamacas en la sombra, el leve sonido de la espuma que cae de las olas como las mentiras caen serenas en oídos vacíos de conocimiento. Nosotros en medio de esa realidad con nuestra propia compañía.
Cuando cuente tres cerrarás los ojos y verás el paraíso.
Uno, dos, tres.